lunes, 14 de septiembre de 2015

El mono o la cartera

Hay algunos locos que lo son por convicción. Los cuerdos los señalan desde sus empleos y vidas correctas, y ellos eligen mantenerse fuera. Este era el caso de Paco el Loco, que de tanto guardar la distancia con esa línea de color gris, llevaba un tiempo habitando las calles de una ciudad con un nombre cualquiera. Dormía en algún banco y se dedicaba a ganarse la vida atracando a andantes de la vía, si se puede llamar así. Su vida era teatro y nunca se consideró mala persona. Un 6 puede ser un 9 si le das la vuelta, pensaba, mientras sacudía sus zapatillas de color magenta. Sí, magenta es un color.

Habían transcurrido unas semanas así, en la misma pantalla, y se dedicaba a gritar a diferentes humanos, al azar, pues tenía sus propias reglas: "¡El mono o la cartera!", y se iba a cenar a un restaurante; "¡El mono o la cartera!", cine, cervezas y un colchón... Era rápido y efectivo. Nunca tuvo que usar un puño, jamás violencia física; aunque el papel requería agresividad en la palabra. Así fue hasta que llegó un martes, el día en que la vida cambia, la página pasa, gira la pantalla y alguien sin miedo chilla con fuerza: "¡Mono!".

Paralizado, Paco el Loco vibró en otra sintonía, sintió cosquillas en sus pies. Aún quedan algunos, pensó. Entonces no le quedó más remedio que cumplir con su palabra ante una chica con gafas amarillas y zapatos de charol, de apenas 35 años. Sacó lentamente la mano de su bolsillo -desde donde apuntaba con su linterna-, se la llevó a su cabeza y con su boca en forma de 'O' hizo la mejor de sus actuaciones, pues sería la última de esos amaneceres de banco y croissant. El estreno acabó con carcajadas y lágrimas en los ojos, se dieron la mano sin pestañear, se arrojaron unos besos, se dijeron adiós.

Caía la noche y Paco el Loco sabía que el telón tocaba ya el suelo, que no eran muchos pero sí bastantes, que la soledad es relativa y que, lo creamos o no, siempre podemos elegir el mono.

miércoles, 2 de septiembre de 2015

Quédate Duna

Una vez un sabio con voz y alma de niño,
me dijo que algún día todos volvemos a aquel lugar de donde vinimos.
Es tan simple, tan fácil.
Quién podría temer volver a nacer, pero al revés.

Después de haber corrido, comido y amado;
con el cuerpo ya cansado,
es hora ya de regresar.
Al origen, al final.
Un día llegamos felices y en paz
con una única promesa.

Toma mi brazo, nada hay que temer.
Este viaje se hace solo,
porque conocemos el camino que olvidamos.
Dejaré una luz encendida
mientras vuelas,
mientras duermes,
mientras te canto al oído,
como siempre, como te dije.
Nos veremos al final de mi canción.

 

domingo, 19 de abril de 2015

La real e infinita historia de Miguel, un autobús, una mujer y su hijo

Debía de llegar. Debía de estar aquí. El reloj justo marcaba el tiempo, como casi siempre, aunque ya todos saben que siempre es nunca igual. Él se preguntaba si la reconocería. Un hijo entre pañuelos, una maleta de viaje con una vida dentro. Sí, sabría quién era. Una mujer joven de apenas 28 años de un lugar de Camerún con una hoja en blanco. Hoja e hijo, sin rima. Personas de historias infinitas hacen que esto tenga algo de sentido. El tren llegó con muchas ruedas y cabezas. Miradas cruzadas en otras historias, y yo la tuya no la encuentro. He perdido a una mujer y a su hijo. Miguel ha perdido a una mujer y a su hijo, o ella no llegó. Tiene un teléfono que habla otro idioma. A estas horas ella ya estaba perdida observando la velocidad de los autobuses de línea que te llevan a sitios que no conoces. El c1 y otro que va al aeropuerto. No sé dónde estoy. Alguien me espera y no sé quién es, aunque reconozco al miedo. Este aparato suena pero no lo comprendo. ¡En la puerta de la estación!, repite una voz. Sería tan fácil encontrarla. Este es el comienzo de una historia que no acaba. 15 llamadas perdidas, tanto como yo. Nadir está dormido desde hace dos horas y no conoce el camino, duerme en un manto de flores en mi espalda que suda. Al fin te encuentro, Miguel. Es hora de ir a casa, a una nueva con sábanas usadas. Allí desharé esta maleta, y mi vida, deshecha, tendrá que volver a empezar. Volver es un verbo que no conjugo. Es hora entonces de morir un poco. Por lo visto, sí que llegamos a tiempo.

sábado, 14 de febrero de 2015

jueves, 12 de febrero de 2015

Escribe o muere en PUERTObANÚS

Yo escribo o me muero. Señálalo en el mapa, está justo por todas partes. Un mundo cocinado en oficinas, gente guapa y rica que conduce coches con nombres y más papeles que el grupo de senegaleses que vende bufandas y bolsos de Dolce & Banana en la esquina. Personas adultas con una historia que se esconden tras una columna y corren como locos cuando personas vestidas de uniforme, con otra historia, mueven el volante de sus coches oficiales.

Yo observo el baile desde mi ventana de cristal, desde aquí los veo tan parecidos, como si todos fueran humanos que trabajan, que bromean con sus compañeros, que beben agua. Luego estoy yo, que escribo o me muero.

Puerto Banús es una maqueta bien cuidada con algo de cada casa. Es la pequeña ciudad de Playmobil con barcos y piratas. Un juego de niños ricos en el que las joyas tienen apellidos, mientras que en la acera de enfrente personas con el pasaporte mojado venden gafas con un nombre que a nadie le importa, como el de ellos. Sus posibles compradores son los que vienen a pasear, a mirar escaparates y a echarse fotos con los porshes, es lo más cerca que estarán de Dior.
 
Las horas pasan despacio aquí. Una mascota con collar de diamantes me guiña un ojo, mientras que Wilfred baila el invierno ofreciendo sus mantas en la terraza del café a 6 euros, y la chica asiática tras la silla de ruedas pasa delante de esos yates, muchos yates aparcados porque imagino que todos juntos no caben en el mar. Calle arriba y abajo, cada uno sabe el lado de la acera  que debe pisar, conocen las reglas del juego. Luego están las palmeras, las gaviotas y el sol, por lo visto aún no les han puesto nombre ni precio. Aún queda algo de cordura.

miércoles, 7 de enero de 2015

Una jodida puesta de sol

Subíamos esa cuesta empedrada en tu furgoneta, qué triste estabas ese día; el corazón roto es que se deshace en cada latido.

Pero nos reíamos, tú y yo siempre nos hemos reído. No sé cuántas historias me inventé para que comprendieras que no tenía que ser, y tú mirándome con cariño sin entender nada, como yo con el ruso. En ocasiones necesitamos inventar historias que nos importan una mierda para no mirar la verdad de frente. Para que no nos deje ciegos, para poder respirar.

Hay verdades tan grandes, y yo, yo de esta no podía salvarte.

Pero aquel día miramos juntos por la ventanilla, allí estaba el rey riéndose de todos, a punto de acostarse sobre nuestra ciudad, porque por aquél entonces era nuestra. El sol se ponía rojo e incendiaba la tarde de domingo, tú estabas muerto de miedo, y no era para menos. Entonces recuerdo que dije una estupidez para que te sintieras mejor. Siempre he creído en el poder de las palabras.

"Aunque todo se desvanezca siempre quedará una puesta de sol, es un extra que nos regala la vida, tómala para ti, quédate con lo que permanece, así nunca estarás solo".

Y ahora que no estás intento no enfadarme y la miro de reojo, es bonita la jodida. Pero me equivoqué, porque también se va. No existe la tarde eterna, ni la que no la traiga de vuelta. Cuántos kilómetros y cervezas, cuánto ir y venir. Hiciste que me reconciliara con los domingos y yo señalé aquella puesta de sol, supongo que seguimos sin debernos nada.