Pocos fenómenos naturales podían causar tanta ilusión en su padre como
el movimiento de la mareas. Durante las temporadas que pasaban en la casa de la
playa, él se despertaba cuando aún era de noche y ella se apresuraba al salón,
sin hacer ruido para que su madre no la enviara de vuelta a la cama. Miraba
detrás de la puerta en busca de las botas verdes impermeables de pescar de su
padre y su chubasquero para comprobar que lo había pillado a tiempo antes de
salir, cuando no los encontraba se culpaba por haberse dormido y volvía a la
cama sabiendo que le esperaría un aburrido día de tareas domésticas con su
madre y sus tías. Cuando llegaba antes de que su papá se marchara, lo miraba
desde el pasillo con el corazón acelerado y los puños apretados de la emoción
mientras él se calzaba y cogía lo que ella consideraba su varita mágica y su
nevera. Entonces ella hacía algún tipo de ruidito para hacerse notar.
- ¿Eres tú, Sara? Es muy temprano, hija, vuelve a la cama. Aún no se
despertó ni el sol.- Sí, papá, aún es de noche pero es que no tengo más sueño, ¿puedo ir a ayudarte?, decía desde detrás de la puerta con los ojos aún medio cerrados.
- Venga, vente conmigo que hoy está baja la marea, vamos a coger pulpos. Ponte tus botas de lluvia y el neopreno que ahora está muy frío el mar.
Sara tendría unos seis años cuando acompañó a su padre por primera vez
y conoció la apasionante historia de los pulpos. Su padre le contó que un sólo
pulpo tiene tres corazones y ocho brazos y que sus ventosas conectan de forma
directa con su cerebro.
Ella no entendía muy bien el tema de las conexiones cerebrales, pero la
idea de los tres corazones le parecía una auténtica maravilla. A su abuelo, que
había muerto de un infarto hacía un año, le habría venido muy bien tener más de
uno, pensó. Había sido él, don Pedro, como le decían en el pueblo, el que había
enseñado a su papá todo lo que sabía de la mar y sus habitantes, tenía un barco
atracado en el puerto donde había podido acompañarlos alguna vez a pescar. La
abuela decía que la mar y el alcohol acabarían matándolo. Al final acabó
matándolo la falta de dos corazones, resolvió Sara cuando su padre le contó lo
de los pulpos.
Antes del amanecer su padre inspeccionaba entre las rocas, se agachaba,
se asomaba con delicadeza y en silencio buscando sus cuevas. Parecía que
flotaba sobre las rocas, las podía sentir más que ver, aunque siempre llevaba
una linterna que iluminaba el agua y hacía figuras en el mar. Ella lo seguía de
cerca con su cubo de color azul, poniendo sus pequeños pies de roca en roca,
imaginaba que caminaba sobre un mundo mágico en el que solo mandaban ellos dos.
Para ella, el mejor momento del día de aquellas salidas era el del desayuno. Cuando
la luz del sol asomaba, se sentaban fuera del agua, en la orilla, y sacaban sus
bocadillos de mortadela, tomaban un zumo y miraban el horizonte sin decir nada.
Su padre era un hombre misterioso, de pocas palabras, de hecho solo hablaba
cuando estaban sobre el mar. Ella siempre rompía el silencio para hacer alguna
pregunta a su papá y demostrarle así todo lo que le interesaba el mundo marino,
garantizándose más mañanas de aventura que de coladas.
- ¿Tres corazones, papá?, preguntaba la niña curiosa sentada en la roca mientras se comían el bocadillo.
- ¿Tres corazones, papá?, preguntaba la niña curiosa sentada en la roca mientras se comían el bocadillo.
- Sí, cariño, los pulpos son grandes nadadores, nadan horas y horas, y
también son grandes cazadores, están moviéndose
todo el día y con uno solo pues no tendrían suficiente – explicaba Pedro. - Es un
animal muy inteligente, de hecho se cree que es el molusco más inteligente que
hay, ¿sabes que se defienden de sus enemigos con una tinta que guardan dentro?
La utilizan para poder escapar y tienen una especie de membrana con la que
expulsan agua para aumentar su velocidad y cambiar de dirección cuando les
interesa.
Sara se quedaba mirando a su padre entusiasmada. Disfrutaba del olor a
sal y a molusco, del tacto de su neopreno y las manos mojadas. Cuando no podía
acompañarlo, la animaba el recuerdo de aquellas mañanas en las que lo único que
importaba era que la marea estuviera baja y su padre feliz, que el sol volviera
a salir como el día anterior en el que consiguió despertarse temprano y su
padre estaba de buen humor para llevarla consigo. Sobre las rocas todo era
aburrido, pero debajo de ellas había un mundo maravilloso de seres a los que su
padre conocía a la perfección, que luchaban y se comían unos a otros y además eran
todos diferentes, pero de una asombrosa belleza.
Nunca sintió pena por la muerte de los animalitos que pescaban. Una vez
su padre logró coger una docena de pulpos solo con las manos, nada de arpón ni
otras armas. Sus compañeros de pesca lo miraban frustrados y ella, sonriente y
orgullosa, iba encargándose de meterlos en el cubo y mantenerlo cerrado.
- Papá, si son doce pulpos, aquí tenemos un montón de corazones, ¿esos
también nos los comemos?, preguntaba sin ningún tipo de remordimiento.
Cuando volvieron a casa su madre y sus tías cocinaron los tres pulpos
más grandes y congelaron el resto, estuvieron comiendo pulpos de su cosecha
durante al menos tres semanas. Lucía, que era el nombre de su mamá, los cocinó
fritos, a la plancha y en ensalada y cuando se sentaron a la mesa, Pedro, su
papá, brindó por el día de pesca y por su única hija que había sido una ayuda
fundamental ese día, una auténtica experta, dijo brindando con una copa de vino
mientras todos reían, bebían y comían. Ese día sus padres incluso se dieron un
beso, pocas veces lo hacían en público.
Su mamá era enfermera, aunque nunca ejerció como tal. Sus hermanas eran
sus amigas y aunque se criticaban siempre estaban juntas, incluso en
vacaciones. Mamá siempre estaba atareada con las cosas de la casa y cocinando,
y por las tardes se sentaba en el sofá a tejer o a leer alguna novela.
Los días en los que Sara se quedaba dormida y encontraba vacío el hueco
de detrás de la puerta le tocaba quedarse en casa con sus tías y su mamá.
Tenían una casa muy grande con ocho habitaciones y en verano se llenaba de
actividad, venían sus primos mayores con sus novias, sus tías y su prima Anita,
con la que solía escaparse a la playa cuando se despistaban los demás. La
rutina de las mujeres comenzaba con un desayuno colectivo en el que sus tías y
su madre se reían y hablaban de sus cosas. Había alguna mañana divertida en la
que sacaban la botella de anís, ponían música, y Ana, la mamá de Anita, se
empeñaba en sacarlas a bailar. Después del desayuno se repartían las tareas,
unas bajaban al pueblo a comprar y otras organizaban los quehaceres del hogar hasta
poco antes del mediodía, hora en la que se permitían bajar a la playa a darse
un baño antes de volverse a casa a poner la mesa y hacer la comida para todos.
El papá de Anita trabajaba todo el verano por lo que cuando no estaban sus
primos mayores Pedro era el único hombre de la casa.
A su prima y a ella casi siempre les tocaba hacer las camas y
tender la ropa, y aunque se las apañaban para jugar y disfrazarse de su tía
abuela Antonia, que usaba unas fajas enormes y vestidos de flores de colores en
los que cabían las dos niñas y tres de sus osos de peluche, siempre acababan
consultando el libro de mareas y Sara le explicaba a su prima Anita en el
mapa por dónde estaría su papá mientras ellas estaban en casa.
- ¿Sabes que los pulpos viven en cuevas?- le contaba a su prima. - Las
cuevas están entre las rocas o debajo de las piedras. Ellos mismos limpian la
entrada y construyen su casa.
- ¿Son las mujeres de los pulpos las que están en las cuevas?, preguntó
Anita.
- No tonta, las cuevas son de todos, cada uno tiene la suya, viven
solos, da igual si son machos o hembras, todos hacen lo que quieren. Mi padre dice
que si el pulpo está dentro de la cueva, la cierra con una piedra y la sujeta con
uno de sus tentáculos para que nadie los encuentre.
Su padre enfermó y las salidas a la playa eran cada vez menos
frecuentes, su madre no lo dejaba salir a pescar y estando allí era difícil
persuadirlo. Solo algún que otro fin de semana iban a la casa de la playa, pero
su padre se quedaba en casa y ella iba a pasear hasta el faro con su madre por
las tardes.
- Mira, hija, ¿ves la luz del faro como da vueltas? Son la guía para los
barcos, así los marineros no pierden el rumbo. Si esa luz se apagara se
perderían todos en el mar. Hace muchos años, los navegantes se guiaban por
medio de las estrellas, sobre todo utilizaban la Estrella polar, la Cruz del
sur y la Canope. ¿Ves aquellas de allí?, dijo su madre señalando un grupo de
estrellas.
Ella nunca se había fijado en aquella luz, ni tan siquiera en las
estrellas; siempre andaba buscando vida bajo el mar y le sorprendió que su mamá
supiera qué es lo que sucede por encima del agua.
-Tenemos que volver a casa, Sara, hay que hacerle la cena a papá.
Esa noche su padre tuvo fiebre muy alta y Juan, el médico del pueblo
con el que solían ir a pescar algunas mañanas, vino a casa con un maletín y se
pasó un buen rato en el dormitorio con la puerta cerrada, su padre no había
salido en todo el día de aquella habitación con nudos marinos colgados en la
pared y un armario viejo de madera. Se escondió detrás de la puerta metiendo
sus pequeños pies en las botas de papá, estaba asustada. Desde dentro de sus
botas escuchó algo que el doctor le dijo a su mamá, que no dejaba de llorar, Sara
solo sentía las olas del mar en su cabeza.
Esa noche la niña no podía dormir, cogió el cubo y la linterna y se fue
a la playa. Aquel día la marea estaba alta y la mar revuelta. Las olas golpeaban
contra las rocas y gran parte de ellas las había cubierto el mar.
Sara sabía que no era un buen día para pescar. De roca en roca, se
imaginó que era un pulpo en su cueva, allí no sentía miedo. Pensó que la
cerraría con una piedra gigante y usaría dos de sus tentáculos para que no se
abriera. Decidió que cuando la quisieran atrapar desprendería su tinta para
escapar, que vería la luz del faro y sabría hacia dónde tendría que nadar,
pondría rumbo a otro mar donde las mareas siempre fueran altas, donde no la
pudieran encontrar. Imaginó el final del mar, otra familia que vivía lejos, una
mamá mirando a las estrellas, otro papá pescando en el mar.
Era tarde y tenía frío, estaba mojada, las olas le
impedían ver y caminar, y las suelas de sus botas resbalaban más que nunca, pero
no volvería a casa, no hasta que consiguiera un pulpo. Un pulpo para salvar a
papá