Debía de llegar. Debía de estar aquí. El reloj justo marcaba
el tiempo, como casi siempre, aunque ya todos saben que siempre es nunca igual.
Él se preguntaba si la reconocería. Un hijo entre pañuelos, una maleta de viaje
con una vida dentro. Sí, sabría quién era. Una mujer joven de apenas 28 años de
un lugar de Camerún con una hoja en blanco. Hoja e hijo, sin rima. Personas de
historias infinitas hacen que esto tenga algo de sentido. El tren llegó con
muchas ruedas y cabezas. Miradas cruzadas en otras historias, y yo la tuya no
la encuentro. He perdido a una mujer y a su hijo. Miguel ha perdido a una mujer
y a su hijo, o ella no llegó. Tiene un teléfono que habla otro idioma. A estas horas ella ya
estaba perdida observando la velocidad de los autobuses de línea que te llevan a sitios que no conoces.
El c1 y otro que va al aeropuerto. No sé dónde estoy. Alguien me espera y no sé
quién es, aunque reconozco al miedo. Este aparato suena pero no lo comprendo. ¡En
la puerta de la estación!, repite una voz. Sería tan fácil encontrarla. Este es
el comienzo de una historia que no acaba. 15 llamadas perdidas, tanto como
yo. Nadir está dormido desde hace dos horas y no conoce el camino, duerme en un
manto de flores en mi espalda que suda. Al fin te encuentro, Miguel. Es hora de
ir a casa, a una nueva con sábanas usadas. Allí desharé esta maleta, y mi vida,
deshecha, tendrá que volver a empezar. Volver es un verbo que no conjugo. Es
hora entonces de morir un poco. Por lo visto, sí que llegamos a tiempo.