domingo, 28 de julio de 2013

El aeropuerto

Después de la jornada de trabajo de hambre y poca alma le gustaba sentarse allí a observar.
Se hacía la distraída mientras deslizaba un pie sobre otro para descalzarse y sentir ese frescor que solo da el trabajo hecho. Y esperaba.

Algunos días tardaban un poco, pero siempre llegaban. El hall de llegadas era su lugar preferido. En salidas nunca era igual, pues cuando alguien se va no alcanzas a saber lo que vas a echarlo de menos.

Entre todas las categorías que había establecido, se quedaba con los que regalaban los nietos. Eran los únicos que no evitaban carreras ni carcajadas. En una escuela de abrazos, ellos serían los maestros.

Había otros más solemnes que desvelaban una vuelta repentina. Iban acompañados de pequeñas maletas y se daban muy despacito, con miedo a romperse; pero muy apretados, para no dejar hueco a la ausencia.

Más distendidos eran los de enamorados. Desde su asiento adivinaba quien regresaba del engaño y quien desde el deseo. Algunos de estos, los eternos, incomodaban a la familia, que miraban a su alrededor y se empeñaban en recoger el equipaje. Para ella, nunca duraban demasiado.

Los de las mamás de pueblo le hacían reír, eran los únicos con besos por las cabezas. Y las bienvenidas entre amigas eran mágicas, abrazos con danza. Alegría.

Tras una buena cena y el alma llena, se retiraba. Abrazos para alimentar el alma, porque sin duda, los peores, eran aquellos que nunca se daban.