domingo, 24 de julio de 2016

Corazón de pulpo


Pocos fenómenos naturales podían causar tanta ilusión en su padre como el movimiento de la mareas. Durante las temporadas que pasaban en la casa de la playa, él se despertaba cuando aún era de noche y ella se apresuraba al salón, sin hacer ruido para que su madre no la enviara de vuelta a la cama. Miraba detrás de la puerta en busca de las botas verdes impermeables de pescar de su padre y su chubasquero para comprobar que lo había pillado a tiempo antes de salir, cuando no los encontraba se culpaba por haberse dormido y volvía a la cama sabiendo que le esperaría un aburrido día de tareas domésticas con su madre y sus tías. Cuando llegaba antes de que su papá se marchara, lo miraba desde el pasillo con el corazón acelerado y los puños apretados de la emoción mientras él se calzaba y cogía lo que ella consideraba su varita mágica y su nevera. Entonces ella hacía algún tipo de ruidito para hacerse notar.
- ¿Eres tú, Sara? Es muy temprano, hija, vuelve a la cama. Aún no se despertó ni el sol.

- Sí, papá, aún es de noche pero es que no tengo más sueño, ¿puedo ir a ayudarte?, decía desde detrás de la puerta con los ojos aún medio cerrados.

- Venga, vente conmigo que hoy está baja la marea, vamos a coger pulpos. Ponte tus botas de lluvia y el neopreno que ahora está muy frío el mar.

Sara tendría unos seis años cuando acompañó a su padre por primera vez y conoció la apasionante historia de los pulpos. Su padre le contó que un sólo pulpo tiene tres corazones y ocho brazos y que sus ventosas conectan de forma directa con su cerebro.
Ella no entendía muy bien el tema de las conexiones cerebrales, pero la idea de los tres corazones le parecía una auténtica maravilla. A su abuelo, que había muerto de un infarto hacía un año, le habría venido muy bien tener más de uno, pensó. Había sido él, don Pedro, como le decían en el pueblo, el que había enseñado a su papá todo lo que sabía de la mar y sus habitantes, tenía un barco atracado en el puerto donde había podido acompañarlos alguna vez a pescar. La abuela decía que la mar y el alcohol acabarían matándolo. Al final acabó matándolo la falta de dos corazones, resolvió Sara cuando su padre le contó lo de los pulpos.
Antes del amanecer su padre inspeccionaba entre las rocas, se agachaba, se asomaba con delicadeza y en silencio buscando sus cuevas. Parecía que flotaba sobre las rocas, las podía sentir más que ver, aunque siempre llevaba una linterna que iluminaba el agua y hacía figuras en el mar. Ella lo seguía de cerca con su cubo de color azul, poniendo sus pequeños pies de roca en roca, imaginaba que caminaba sobre un mundo mágico en el que solo mandaban ellos dos. Para ella, el mejor momento del día de aquellas salidas era el del desayuno. Cuando la luz del sol asomaba, se sentaban fuera del agua, en la orilla, y sacaban sus bocadillos de mortadela, tomaban un zumo y miraban el horizonte sin decir nada. Su padre era un hombre misterioso, de pocas palabras, de hecho solo hablaba cuando estaban sobre el mar. Ella siempre rompía el silencio para hacer alguna pregunta a su papá y demostrarle así todo lo que le interesaba el mundo marino, garantizándose más mañanas de aventura que de coladas.

- ¿Tres corazones, papá?, preguntaba la niña curiosa sentada en la roca mientras se comían el bocadillo.
- Sí, cariño, los pulpos son grandes nadadores, nadan horas y horas, y también son grandes cazadores, están moviéndose todo el día y con uno solo pues no tendrían suficiente – explicaba Pedro. - Es un animal muy inteligente, de hecho se cree que es el molusco más inteligente que hay, ¿sabes que se defienden de sus enemigos con una tinta que guardan dentro? La utilizan para poder escapar y tienen una especie de membrana con la que expulsan agua para aumentar su velocidad y cambiar de dirección cuando les interesa.
Sara se quedaba mirando a su padre entusiasmada. Disfrutaba del olor a sal y a molusco, del tacto de su neopreno y las manos mojadas. Cuando no podía acompañarlo, la animaba el recuerdo de aquellas mañanas en las que lo único que importaba era que la marea estuviera baja y su padre feliz, que el sol volviera a salir como el día anterior en el que consiguió despertarse temprano y su padre estaba de buen humor para llevarla consigo. Sobre las rocas todo era aburrido, pero debajo de ellas había un mundo maravilloso de seres a los que su padre conocía a la perfección, que luchaban y se comían unos a otros y además eran todos diferentes, pero de una asombrosa belleza.
Nunca sintió pena por la muerte de los animalitos que pescaban. Una vez su padre logró coger una docena de pulpos solo con las manos, nada de arpón ni otras armas. Sus compañeros de pesca lo miraban frustrados y ella, sonriente y orgullosa, iba encargándose de meterlos en el cubo y mantenerlo cerrado.
- Papá, si son doce pulpos, aquí tenemos un montón de corazones, ¿esos también nos los comemos?, preguntaba sin ningún tipo de remordimiento.
Cuando volvieron a casa su madre y sus tías cocinaron los tres pulpos más grandes y congelaron el resto, estuvieron comiendo pulpos de su cosecha durante al menos tres semanas. Lucía, que era el nombre de su mamá, los cocinó fritos, a la plancha y en ensalada y cuando se sentaron a la mesa, Pedro, su papá, brindó por el día de pesca y por su única hija que había sido una ayuda fundamental ese día, una auténtica experta, dijo brindando con una copa de vino mientras todos reían, bebían y comían. Ese día sus padres incluso se dieron un beso, pocas veces lo hacían en público.
Su mamá era enfermera, aunque nunca ejerció como tal. Sus hermanas eran sus amigas y aunque se criticaban siempre estaban juntas, incluso en vacaciones. Mamá siempre estaba atareada con las cosas de la casa y cocinando, y por las tardes se sentaba en el sofá a tejer o a leer alguna novela.
Los días en los que Sara se quedaba dormida y encontraba vacío el hueco de detrás de la puerta le tocaba quedarse en casa con sus tías y su mamá. Tenían una casa muy grande con ocho habitaciones y en verano se llenaba de actividad, venían sus primos mayores con sus novias, sus tías y su prima Anita, con la que solía escaparse a la playa cuando se despistaban los demás. La rutina de las mujeres comenzaba con un desayuno colectivo en el que sus tías y su madre se reían y hablaban de sus cosas. Había alguna mañana divertida en la que sacaban la botella de anís, ponían música, y Ana, la mamá de Anita, se empeñaba en sacarlas a bailar. Después del desayuno se repartían las tareas, unas bajaban al pueblo a comprar y otras organizaban los quehaceres del hogar hasta poco antes del mediodía, hora en la que se permitían bajar a la playa a darse un baño antes de volverse a casa a poner la mesa y hacer la comida para todos. El papá de Anita trabajaba todo el verano por lo que cuando no estaban sus primos mayores Pedro era el único hombre de la casa.
A su prima y a ella casi siempre les tocaba hacer las camas y tender la ropa, y aunque se las apañaban para jugar y disfrazarse de su tía abuela Antonia, que usaba unas fajas enormes y vestidos de flores de colores en los que cabían las dos niñas y tres de sus osos de peluche, siempre acababan consultando el libro de mareas y Sara le explicaba a su prima Anita en el mapa por dónde estaría su papá mientras ellas estaban en casa.
- ¿Sabes que los pulpos viven en cuevas?- le contaba a su prima. - Las cuevas están entre las rocas o debajo de las piedras. Ellos mismos limpian la entrada y construyen su casa.
- ¿Son las mujeres de los pulpos las que están en las cuevas?, preguntó Anita.
- No tonta, las cuevas son de todos, cada uno tiene la suya, viven solos, da igual si son machos o hembras, todos hacen lo que quieren. Mi padre dice que si el pulpo está dentro de la cueva, la cierra con una piedra y la sujeta con uno de sus tentáculos para que nadie los encuentre.
Su padre enfermó y las salidas a la playa eran cada vez menos frecuentes, su madre no lo dejaba salir a pescar y estando allí era difícil persuadirlo. Solo algún que otro fin de semana iban a la casa de la playa, pero su padre se quedaba en casa y ella iba a pasear hasta el faro con su madre por las tardes.
- Mira, hija, ¿ves la luz del faro como da vueltas? Son la guía para los barcos, así los marineros no pierden el rumbo. Si esa luz se apagara se perderían todos en el mar. Hace muchos años, los navegantes se guiaban por medio de las estrellas, sobre todo utilizaban la Estrella polar, la Cruz del sur y la Canope. ¿Ves aquellas de allí?, dijo su madre señalando un grupo de estrellas.
Ella nunca se había fijado en aquella luz, ni tan siquiera en las estrellas; siempre andaba buscando vida bajo el mar y le sorprendió que su mamá supiera qué es lo que sucede por encima del agua.
-Tenemos que volver a casa, Sara, hay que hacerle la cena a papá.
Esa noche su padre tuvo fiebre muy alta y Juan, el médico del pueblo con el que solían ir a pescar algunas mañanas, vino a casa con un maletín y se pasó un buen rato en el dormitorio con la puerta cerrada, su padre no había salido en todo el día de aquella habitación con nudos marinos colgados en la pared y un armario viejo de madera. Se escondió detrás de la puerta metiendo sus pequeños pies en las botas de papá, estaba asustada. Desde dentro de sus botas escuchó algo que el doctor le dijo a su mamá, que no dejaba de llorar, Sara solo sentía las olas del mar en su cabeza.
Esa noche la niña no podía dormir, cogió el cubo y la linterna y se fue a la playa. Aquel día la marea estaba alta y la mar revuelta. Las olas golpeaban contra las rocas y gran parte de ellas las había cubierto el mar.
Sara sabía que no era un buen día para pescar. De roca en roca, se imaginó que era un pulpo en su cueva, allí no sentía miedo. Pensó que la cerraría con una piedra gigante y usaría dos de sus tentáculos para que no se abriera. Decidió que cuando la quisieran atrapar desprendería su tinta para escapar, que vería la luz del faro y sabría hacia dónde tendría que nadar, pondría rumbo a otro mar donde las mareas siempre fueran altas, donde no la pudieran encontrar. Imaginó el final del mar, otra familia que vivía lejos, una mamá mirando a las estrellas, otro papá pescando en el mar.

Era tarde y tenía frío, estaba mojada, las olas le impedían ver y caminar, y las suelas de sus botas resbalaban más que nunca, pero no volvería a casa, no hasta que consiguiera un pulpo. Un pulpo para salvar a papá